Mi último viaje a Paris estuvo lleno de grandes sorpresas y acontecimientos imprevistos.
Para poneros en situación os diré que, en principio, se trataba tan sólo de un fin de semana, con motivo de celebrar mi cumpleaños ya que mi regalo fue una entrada para el Teatro Lido y otra para el Moulin Rouge.
Casualmente, por motivos de trabajo, en la misma semana tenía que organizar un gran evento precisamente en Paris y, ya veis, las casualidades de la vida marcaron mi rumbo por ambos motivos.
El evento fue uno de los más fantásticos trabajos que he llevado a cabo y la misión del mismo, no era otra que ocuparme del vestuario de época para 200 personas y hacer que sintieran que realmente estaban en un palacio del siglo XVIII.
Tenía apenas un mes para organizarlo todo y, con la ayuda, por supuesto, de mi inseparable Paquita, conseguimos tenerlo todo apunto para que, en la fecha concertada, un gran camión llegara a Paris repleto de maravillosos vestidos y esplendorosos valieres confeccionados con los mas fantásticos tejidos adornados con bordados y pedrerías.
Estábamos muy cansados por los preparativos previos, pero os aseguro que respirar el aire de Paris, con el aroma del Sena nos dió la fuerza necesaria y el mayor de los ánimos.
Primer día, prueba de vestuario en uno de los grandes salones del hotel.
Asignamos los trajes a cada invitado, indicaciones previas de cada modelo, retoques y ajustes, y finalmente el visto bueno.
Daba gusto ver como se divertían con sus trajes de Luis XV metiéndose en el papel sin saber, realmente, cual era la sorpresa que les tenían preparada.
Parecía que nuestra primera y más complicada parte de trabajo estaba terminada cuando llegó la primera de nuestras sorpresas: teníamos que estar en todo momento con los invitados por si surgía algún problema o contratiempo, pero evidentemente nosotros también teníamos que ir vestidos de época, como todo el personal que se ocupaba del evento.
Eso no lo teníamos calculado, pensamos tanto Paquita como yo. Pero bueno, la aventura es la aventura y nos lanzamos a lo que haga falta.
Llegó la gran noche. La noche de la cena de gala ninguno de los invitados se podía imaginar que se convertiría en una noche que difícilmente podrían olvidar.
Se había habilitados unos autocares para trasladar a todos los invitados y al equipo organizador a un lugar mágico. El más sorprendente lugar que nadie podía imaginar llamado “Les Pavillons Bercy”.
Una inmensa fábrica antigua del siglo pasado se había convertido en un fascinante museo de atracciones de feria de todas las épocas. Todos los invitados atravesaron un enorme arco lleno de luces de colores, encontrándose a su paso muñecos antiguos perfectamente restaurados, atracciones con las típicas músicas de feria, caballitos en movimiento y carteles anunciando atracciones de antaño. Al llegar a una gran cortina de terciopelo rojo, se accedían a los inmensos salones donde las más antiguas atracciones, carruseles, cabinas de venta de tiquets centenarios y puestos ambulantes con sus tolditos de lona parecia transportarnos a un siglo anterior. Nos vimos transportados a un mundo de autentica fantasía. Podía observar que, por un momento, los invitados se olvidaron de sus fantásticos trajes de época, para poner toda su atención en lo todo lo que les rodeaba. Un equipo de actores amenizaba y divertían a los asistentes hablando en un español –afrancesado y, haciéndose pasar por los habitantes del palacio conducían animadamente a sus huéspedes a los salones del lugar.
Un gran desfile de camareros, también vestidos como en el siglo XVIII, sacaban bandejas llenas de exquisiteces y, por otro lado, otros servían copas de cava y refrescos constantemente.
En el siguiente, y más grande de los salones estaba habilitado el comedor donde posteriormente se serviría la cena. Estaba decorado como un gran carrusel con multitud de caballos blancos pintados con esmaltes brillantes y colgados de las cornisas de todo el comedor. Grandes lámparas e inmensas cortinas de terciopelo daban una calidez a la gran sala.
La noche terminaba y los autocares arrancaban sus motores para posteriormente trasladarnos de nuevo al hotel.
Creo que a todos los que asistimos a la gran fiesta nos costó mucho trabajo conciliar el sueño porque nuestras mentes no podían olvidar ese increíble lugar, pero afortunadamente, el cansancio pudo más que los recuerdos y desde ese momento lo acontecido durante esa noche, pasaron a ser eso, simplemente recuerdos.
Paquita regreso a Barcelona, pero a mí, todavía me quedaba disfrutar de mi regalo: una noche en el Lido y otra en el Moulin Rouge.
Fantástica experiencia vivida ese mes de abril del 2008, que nunca olvidaré.
1 comentarios:
Yo quiero ir a un sitio así!!!!! Me encanta leer tus historias, casi me he mareado porque me imaginaba subida en un caballlito de tiovivo!!!
Publicar un comentario